viernes, 7 de septiembre de 2012

De aquí a la eternidad


Por Charles F. Stanley | Haga una pausa por un minuto. Piense en su vida, desde el momento en que nació, hasta hoy. Medite en los desafíos que ha enfrentado, y en el futuro que tiene todavía por delante.
Nuestro tiempo en este mundo  es apenas un breve período de nuestra existencia. Algún día este tiempo llegará a su fin, y mucho más pronto de lo que pensamos. En el horizonte nos espera la parte más extensa de nuestra vida —la eternidad con Dios— a medida que avanzamos más allá del umbral de este mundo a la plenitud de su reino. Pero ¿con qué frecuencia pensamos en el futuro glorioso que espera a quienes tienen puesta su fe en Él?

Si somos sinceros, hay tanto que hacer ahora, que la eternidad es, por lo general, una idea tardía. Tenemos responsabilidades, sueños, metas y deseos que anhelamos ver cumplidos. Todo esto puede dominar nuestros pensamientos y dictar nuestras acciones, pero la verdad sigue siendo que nuestro tiempo en este mundo equivale a un minúsculo fragmento de nuestra existencia. Sería una insensatez que gastemos todas nuestras energías solamente en el aquí y ahora.

La Biblia nos dice que un día “la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas” (2 P 3.10). En otras palabras, su casa, su trabajo, su cuenta bancaria y todas sus metas se acabarán. Solamente una cosa del mundo, como lo conocemos, perdurará: los seres humanos. Y ellos morarán en uno de estos dos lugares: en el cielo o en el infierno.

Como creyente en Cristo, la mayor inversión que podemos hacer está en el destino eterno de nuestros familiares, amigos, vecinos y extraños por igual. En lugar de concentrar todo el tiempo, esfuerzo y dinero en las cosas de este mundo, ¿por qué no marca la diferencia en el futuro de alguien, compartiéndole el evangelio de Cristo? En realidad, esto es algo más que una inversión; es nuestra responsabilidad dada por Dios, y la Biblia nos dice por qué.

El deseo de Dios.

De acuerdo con 1 Timoteo 2.3, 4, el Señor “quiere que todos los hombres sean salvos” del pecado y la muerte. Su oferta de salvación no excluye a nadie, y Él busca a los pecadores con compasión y amor. Sin embargo, el Señor perdona solamente a quienes se arrepienten de su pecado y creen que Jesús es el Hijo de Dios, aceptando su sacrificio expiatorio a su favor. Aunque muchas personas resistirán o rechazarán nuestro mensaje, seguimos teniendo la responsabilidad de proclamar las buenas nuevas de salvación en todo tiempo. No sabemos cuándo Dios abrirá el corazón de alguien para recibir al Salvador.

Sin embargo, no debemos pensar que recibir el regalo de la salvación es lo único que el Señor dispuso para la humanidad. Dios quiere que crezcamos continuamente en el conocimiento de quién es Él, mediante la oración y la lectura de la Biblia. Así es como Dios transforma nuestro carácter, actitudes y conducta, para que nos asemejemos a su Hijo, y para que influyamos en quienes no lo conocen. Si nos mantenemos en la ignorancia, no tenemos nada que compartir con aquellos que no conocen al Mesías.

Nuestra comisión.

Hace algunos años, dirigí el funeral de un hombre extraordinario que entendió el principio de crecer y compartir. Durante un tiempo de su vida, él fue un mafioso que estuvo involucrado en mentiras, robos, asesinatos y la cárcel. Pero cuando el Señor se apoderó de su corazón, lo consumió el deseo de conocer la Palabra de Dios. Llevó su nuevo conocimiento a las cárceles y testificó del Señor a sus amigos —e incluso a sus enemigos. Puesto que había sido un presidiario, muchos estuvieron dispuestos a escucharlo, y un sinnúmero de hombres llegó a conocer a Cristo como su Salvador.

Millones de personas no saben nada acerca del Señor Jesús, y somos nosotros a quienes Dios le ha encomendado llevarles el mensaje. Tanto a nivel de iglesia, como de manera individual, tenemos la responsabilidad de ir y hacer discípulos de todas las naciones (Mt 28.19). He aquí las siguientes verdades que es bueno recordar al llevar el mensaje a otros:

Usted es una luz en el mundo.

Jesús dijo a sus discípulos que ellos eran “la luz del mundo” (Mt 5.14). Cuando la luz entra en una habitación expulsa a la oscuridad, dejando que quienes están adentro vean con más claridad. Su presencia debe tener ese mismo efecto en las personas con quienes vive y trabaja. Algunas de las personas en la habitación se alegrarán por la verdad que les fue revelada, pero otros la rechazarán porque prefieren la oscuridad que les permite negar sus pecados y crear su propia “verdad” (Jn 3.19, 20).

Usted es la sal de la tierra.

El Señor también dijo que somos “la sal de la tierra” (Mt 5.13). La sal da sabor y preserva los alimentos. Algunas personas responderán favorablemente a su testimonio; querrán tener lo que usted tiene, porque ven revelados el amor, la alegría y la paz de Cristo en sus palabras, actitudes y acciones. Otros sentirán la sal de su vida como algo irritante, y no querrán tener nada que ver con el Señor Jesús. Sin embargo, no importa cómo responda la gente, no podemos dejar de compartir la salvación en Cristo por medio de nuestro ejemplo y nuestras palabras.

Usted debe enseñarles.

Cuando Jesús nos dio el mandato de hacer discípulos, también nos dijo que les enseñáramos a guardar todo lo que Él nos manda (Mt 28.20). Muchas veces nos centramos en hacer que la gente cruce la puerta de la salvación, pero luego las dejamos paradas solas en el umbral. Después que acepté a Cristo como mi Salvador, necesité que alguien me enseñara las verdades de las Sagradas Escrituras y los caminos de Dios. Recuerde que el deseo del Señor es que su pueblo crezca en el conocimiento de la verdad para que puedan ser transformados y estar preparados para alcanzar a otros para Él. Nuestro objetivo es llegar a ser discípulos que puedan hacer discípulos.

Usted debe alertarles.

El mensaje que compartimos con el mundo tiene dos caras: la buena noticia y la mala noticia. Por naturaleza preferimos atraer a los perdidos hablándoles de los beneficios que acompañan aceptar a Cristo como Salvador; pero tenemos también la responsabilidad de alertarles en cuanto al juicio que le espera a quienes lo rechazan. Ocultar esta cruda realidad puede parecer una actitud compasiva, pero en realidad es todo lo contrario. El destino eterno de esas personas está en juego. Sé que parece una tarea difícil, pero no se puede elegir cuáles verdades de la Palabra podemos compartir y cuáles ocultar.

Su respuesta.

Ahora le toca a usted. ¿Cómo va a responder a lo que acaba de leer? ¿Va a hacer una inversión en la eternidad compartiendo el evangelio con alguien que necesita al Salvador?
Usted no tiene idea de lo que Dios puede hacer con su vida, si empieza a crecer en Cristo y a compartir su fe con los demás. No importa qué clase de vida haya vivido hasta ahora, o cuál sea su situación en este momento. Comience por arrepentirse del pecado, y busque conocer las verdades de las Sagradas Escrituras. Entonces, el Señor le preparará para el trabajo que ha dispuesto específicamente para usted en su reino (Ef 2.10).

La recompensa por hacer su parte para cumplir con la Gran Comisión es doble. No solamente el destino eterno de una persona perdida será cambiado, sino que también algún día usted será recompensado en el cielo por su obediencia fiel en hacer lo que el Señor le mandó: ¡Vaya, y haga discípulos!

Fuentes: En contacto

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